Después de un viaje sin precedentes, lleno de pequeños incidentes que se impregnan como imágenes en la memoria de un rollo develado por el tiempo. Escribo para no olvidar el significado de pequeños eventos afortunados y desafortunados, que alumbran lo cotidiano de la vida, con una luz de sentido que por un momento flashea las piedras con vida.
Esta historia no es diferente a cualquier otra, que empieza con unos individuos viajando por una carretera de cierta numeración, en búsqueda de un lugar contemplado en los relatos de otros y visto con la rapidez con que la luz penetra los ojos de un errante en tierra ajena, que como extraño viaja sin volver atrás, bombardeado de mil imágenes que es imposible del todo recordar.
Lo poco que recuerdo es que después de haber manejado por horas, llegamos a una estrecha carretera paralela a unas vías del tren. Ellas nos guiaron a lo largo de antiguas estaciones con nombres foráneos como “Estación Wadley,” y locales como “Los Catorce,” que algun dia nacieron de una prosperidad minera que los lugareños cuentan con aires añorados. Entre los recuerdos se escuchan las historias de vagones llenos con toneladas de menas que viajaban por esas vías hacia las refinerías, para de ellas sacar el precioso metal que después sería exportado fuera del país. Enriqueciendo así a españoles que ya hace años partieron; dejando atrás pueblos abandonados, minas fantasmas, y pueblos arraigados a los costados de las vías férreas que solitarias se oxidan en el tiempo que nunca da marcha atrás.
Las vías se perdieron de vista, así como los pueblos que dejamos atrás; vías colonizadoras del desierto que solamente los Wixáricas, desde tiempos memorables, se atreven a atravesar. Tomamos la única ruta que nuestro carro podría transitar, no sin dificultad, pues era un camino empedrado, angosto, que prometía adentrarnos en el desierto hacia el mítico pueblo del Real de Catorce. El cual se encuentra al otro lado de un cerro gigantesco que daba fin a la empedrada serpiente que nos condujo hasta un antiguo túnel, que se atraviesa tal como los mineros lo hacían en antaño con el fin de encontrar riquezas del otro lado.
Manejamos por más de ocho minutos en el túnel que parece extenderse por kilómetros. Y así arribamos a una pequeña villa con dos calles, pobladas con casas de piedra que fueron una vez habitadas por los españoles colonos. Ahora estas casas son hoteles, tiendas, locales de comercio, y restaurantes, los cuales todo aquel que llega a visitar Real de Catorce ve sin falta. Hasta el dia de hoy los pobladores de Real de Catorce viven a las afueras de esta villa empedrada, sus casas son humildes, y los senderos para llegar a ellas son casi imposibles de recorrer por el aficionado turista. Estas dos calles empiezan a empinarse y a dividirse al contacto con el terreno irregular que les acoge, hasta desaparecer desembocando en el desierto que rodea este pequeño oasis creado por el hombre. La blanca catedral, una fuente circular sin agua, y el quiosco se enrocan en tierra brindando familiaridad y el sentir que no se está en un sueño; aunque veamos las estrellas impactadas como piedras en el suelo: recordatorio que ya no caminamos más sobre la tierra.
Así nos dirigimos hacia el desierto de Wirikuta siguiendo el camino de piedras cuesta abajo, pasando por pequeñas y humildes chozas que son afortunadas de no encontrar su acogimiento entre las cuevas de las montañas. Un riachuelo seco acompaña nuestro sendero que se encuentra serpenteando entre majestuosas entradas antiguas con arcos gigantescos que dan lugar a paredes sin techos, ni ventanas. Lugares abandonados que nos recuerdan que nos dirigimos a la tierra del olvido donde el aire sopla con tal fuerza que habla con las montañas secretos que no entendemos.
Dejamos atrás el bullido de los “Willys” que invitan a una aventura descarada con sagrado sabor a tierra, donde décadas de crecimiento se imbuyen en una sentada. Espinoza verdad del desierto es el buscar el nutrimento, sin perder esperanzas, paciencia o conformarse con bocanadas de tierra que alimentan al cuerpo y al alma. En este viaje, el primer contacto espiritual que tuvimos es con la tierra. Los ancestros cultivaron una harmoniosa coneccion universal con el elemento sagrado que tocaba sus pies. El trabajo que conlleva vivir en la tierra ha sido transmitido al campesino actual, que aun en tierra árida siembra y cosecha; el comerciante legendario que viaja en su burro de pueblo en pueblo para intercambiar productos; y la vida en general que no se detiene y lucha para sobrevivir en la más árida tierra donde los árboles son escasos y cuidados como la cosa más sagrada que conecta los cielos con la tierra. Para mi el sabor a tierra en mi boca, el polvo del desierto en mis ropas, y las fuerzas para dirigirme en medio del desierto por la tarde y sin parar en la noche me son suficientes para entender, qué es esta tierra la que me ha conformado -que tierra somos y nada más.
Durante el día el aire nos incita a buscar entre las piedras la belleza de la singularidad. Después de ver piedras blancas con incrustaciones brillantes como diamantes y pasar por entre las manos incontables simples otras, la escrutada búsqueda de perfecciones termina; las manos quedan llenas y los bolsillos empiezan a pesar, el aire entonces murmura –la belleza es la singularidad. Entonces nos pregunta: por qué buscáis aquello que todo lo que existe posee solo en piedras diamantadas? Acaso la piedra gris y gastada por el tiempo no tiene valor? Que no es existencia este singular valor? Ninguna piedra sería piedra sin primero ser. Así que paramos de buscar piedras y empezamos a entendernos a nosotros mismos un poco mas; pues asi como piedras somos y existimos nada mas, somos iguales a todos y a todas las cosas en lo singular.
Solamente dos árboles majestuosos encontramos en nuestro camino, parecen ser venerados. Nos acercamos y vemos un círculo que rodea el árbol cuya belleza estética he olvidado, descansamos bajo su sombra y no es hasta que lo tocamos con las manos que entendemos que es lo especial que irradia. La corteza es dura como roca, helada como el viento, desafiante contra el tiempo, no permite sonido externo. Lo sabemos porque después de acercar nuestro oído y abrazarlo por un momento no percibimos perturbación alguna. El árbol sin nombre está allí apacible, inamovible, como una eterna parte del paisaje; que como montaña se ensalza, para compararse con ella en fuerza, a pesar de haber surgido de una frágil semilla que sin agua no es nada. El otro árbol al pie del Cerro del Quemado se encuentra, como si observando la incambiable vista que montañas colindantes conforman, dando la bienvenida y el último lugar de descanso para aquellos que buscan la magia del sol, que besa la tierra de la cumbre del sagrado monte que no difiere en altura o semejanza alguna, pero cuya cumbre es diferente a cualquiera.
Nos encontramos a oscuras en búsqueda de este legendario cerro quemado, que cuya única diferencia es el árbol sin nombre a su costado. En este momento nada mas nos mantiene con fuerzas, solo la luz de luna en nuestras cabezas y el sabor a tierra que aún no nos abandona. La luz plateada nos alumbra por cerros y valles recién conocidos. Todo adquiere un color diferente que nos acompaña sin sombras de duda que encontraremos nuestro destino, aunque no tengamos fuerzas para andar. Nos tiramos al suelo mirando hacia el nublado cielo, respirando forzadamente, con ningún pensamiento en mente como si estuviésemos meditando. Las nubes danzan apresuradas por el viento, las estrellas estáticas nos miran de regreso y en esos momentos el tiempo se detiene y la noche se hace infinita. Tenemos tiempo de sobra para no movernos más pero queremos llegar a la cumbre a recibir a Tonatiuh al alba. Por fin después de un tiempo indefinido hemos encontrado el Cerro del Quemado, subimos y vemos en la punta la representación cósmica del universo en espiral en el cual entramos solemnemente y sin poder más dormitamos por un rato hasta que el sol nos levanta con sus primeros rayos de calor y luz; el aire deja de murmurar de repente para dejarnos en total paz y silencio, después nada pasa: es un dia mas pero nosotros no somos iguales.
El aire sigue su curso yendo entre ruinas olvidadas de ciudades edificadas a lado de hoyos en la tierra, que esconden riquezas que solamente el aire palpa. Ahí en la oscuridad donde el vacío es absoluto y el sol no alcanza, se encuentra el olvido de deseos enterrados, cual codicia secó los antiguos ríos que hoy como rosas se añoran, en el desierto que nos enseña a valorarlo todo. Real de Catorce recuerda los ojos de agua perdidos, con un grifo de agua en la calle principal, a lado del quiosco, como indicación que en esta tierra nuestra agua, aire, polvo, y tierra más que oro y plata valen.
Tuvimos que partir, al final nada es para siempre, y nos faltaron tantas cosas más por aprender de la tierra y del desierto que espero tener la oportunidad de regresar nuevamente sin olvidar lo que los árboles, el aire, el agua, la tierra, la luna, y el sol nos mostraron en aquel contacto cotidiano pero sorprendente que es el vivir.